no cabe en un museo, esto que hacemos. cabe, quizás, en el tiempo. pero no en un tiempo cronologizado, domesticado, no. sólo sabe existir en una temporalidad impura, en la densidad de la carne, en los estratos que hemos dejado afectar en cada encuentro, en la memoria del placer, en la sensación que insiste en perdurar. y no es tan difícil convocar ese vértigo de la escena, la potencia del colectivo, la adrenalina, el amor, los pensares, las pruebas, las resoluciones imposibles, las ideas ridículas que se tornan acontecimiento, materia, espesura. en el camino nuestros cuerpos devinieron palimpsestos, se llenaron de marcas, tachones, delicadezas, ternuras, hendiduras, violencias, desesperaciones. han danzado y han sido danzados. han sido interpelados, percibidos, exhibidos, nombrados, negados. quizás danzar tiene que ver con convocar esa memoria revoltosa y revuelta, y colisionarla con la contingencia. quizás también es cartomancia, pronóstico, revelación, conjetura, imagen, conjuro. danzamos lo que fuimos para ajustarnos a lo que está siendo, a lo que será. y disponer el cuerpo, danzar, es siempre acontecimiento político, pero demasiadas veces obliteramos la danza con la pretención del discurso. es que nos urge hallar nuevas operaciones para abordar un mundo en llamas, organizar nuestro pesimismo, crear posibles. podríamos comenzar por desbaratar la imagen del apocalipsis que nos imprimieron, la narrativa omnipresente del fin del mundo. podríamos intentar interrumpir los síntomas del desasosiego ensayando danzas que no nos salvarán, pero sabrán interrogarnos, reunirnos, afectarnos. podríamos abocarnos a la creación de un mundo otro y al menos por un rato creernos esa ficción, inscribirla en nuestra carne, y luego simplemente replicarla.